Soy Manuel
Biedma, sacerdote franciscano, de ancestro croata pero nacido en Lima, la
morisca ciudad de los virreyes del Perú. Mis superiores me ordenaron cruzar los Andes y descender a la selva amazónica para salvar
de las garras del infierno a los indómitos indios piros, shipibos y cunibos que viven poseídos por un credo demoníaco: veneran a una
serpiente gigante que, según ellos, yace en el fondo de sus ríos. Son infieles pero,
como franciscano que soy, debo considerar a esos herejes como mis hermanos al
igual que es mi hermano el lobo o mi hermana la luna, la que alumbra
mis noches de misionero en la jungla.
Con
mis compañeros franciscanos hemos logrado sendas victorias iniciales,
bautizando a decenas de indios mansos en el nombre de Jesús. He aprendido una
de las diez lenguas con que los naturales de este trópico se expresan, el
idioma campa. Los indios reconocen en mí a un hombre desarmado que ha llegado a
su bosque en son de paz. Como San Francisco o como el propio Jesucristo, soy
pobre de solemnidad al igual que ellos. Quizá porque nada poseo ni deseo y
porque los considero mis iguales, he logrado persuadirlos de
que hay una vida más allá de la muerte y que toda la selva amazónica es la
creación inspirada de un ser eterno y bondadoso.
Desde
hace tres años, misioneros e indios convertidos celebramos la Navidad en medio
de la espesura. Apenas irrumpe diciembre, alistamos un pesebre sencillo con
maderas de topa y hojas de palmera de yarina. Antes de arribar a la jungla, un
orfebre andino nos había obsequiado la imagen de un Jesús niño, que es hoy nuestro mayor
tesoro. A pocas horas de la Nochebuena, reunimos a los indígenas campas,
callisecas y matziguengas alrededor de ese belén nativo y les narramos la
historia de ese bebé divino que nació de una mujer virgen y que, cuando creció, hizo florecer el amor en el mundo, con la misma generosidad con que brotan las
orquídeas y las fiebres en esta Amazonía.
Y
hoy que es Navidad de 1686, esta fiesta es como una despedida: en el
verano de 1687 nos internaremos en la jungla más honda y oscura del
Perú, a evangelizar a los fieros indios piros, shipibos y cunibos, coronación
final de nuestra cruzada cristiana. Llegaremos allá tras cincuenta días de
camino luego de surcar el río Ucayali que, dicen, está poblado de saurios, remolinos
y pirañas. Pero no debemos preocuparnos. El Padre amoroso es nuestro escudo, el
mismo Padre que envío a su Hijo en una noche como ésta, cuando las estrellas
resplandecieron de júbilo y las fieras se volvieron tiernas y felices. En
Navidad, el jaguar se hace hermano del tapir y la tortuga del caimán; en
Navidad, duerme la hormiga carnicera, la boa constrictora acaricia en lugar de
constreñir y el pez raya esconde la lanceta de su cola para no dañar a nadie. Los
indios campas me escuchaban admirados y sonrientes y yo les agrego que cuando el niño Jesús abrió sus ojos a la
vida, llovió de alegría sobre los desiertos del África, las rosas encendieron
el carmesí de sus pétalos y los tambores de guerra acallaron sus acordes y fueron
suplantados por panderos y zambombas.
Sin
embargo, cuando les anunciamos a nuestros indios evangelizados que los
misioneros marcharemos pronto al Ucayali, a llevarles la buena nueva de la fe a
los piros, shipibos y cunibos, súbitamente cambiaron de expresión. Nos pidieron que desistiéramos de viajar allá
porque decían que el piro ha nacido con la muerte cabalgando en las manos y que
no acepta a otro Dios, sangre o piel diferentes a la suya. Porque el piro es
libre como las aves y cree que no hay otro hombre, sacerdote o soldado más
sabio o superior que él. Pero yo, fray Manuel Biedma, les tranquilicé y les respondí
que mi Dios es más fuerte que las garras de todos los jaguares y que, como
prueba de su poder, protegió al profeta Daniel cuando éste fue echado a un foso
con leones, cerrándoles el hocico a todas esas fieras para que no se lo comieran. “Así de grande es mi Dios y no menos omnipotente es su
hijo, el único rey que nació en cuna pobre y polvorienta pero a cuyos pies
todos los sabios orientales se postraron porque ya sabían que ese niño había
venido a la tierra para transformar la tiniebla en luz – les dije - Jesús y San
Francisco de Asís estarán en nuestra barca, protegiéndonos”.

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Octubre
de 1687. Los soldados del rey llegaron muy tarde al Ucayali, echando fuego por sus
arcabuces sobre el siniestro reino de los piros, avisados de la masacre de los
misioneros. Sólo vieron tres o cuatro cuerpos de los doce sacerdotes que parecían
amorfos residuos de carne putrefacta. Los otros cadáveres franciscanos,
agujereados por saetas venenosas, fueron arrojados al río y devorados por las
pirañas.
Herido
mortalmente, con algunos dardos lacerando e intoxicando su cuerpo, dicen que
Fray Manuel Biedma alcanzó a tomar su diario y, con su propia sangre, escribió
una palabra difusa sobre el papel. “Perdónalos” decía.
