Arrullada por sus miles de aves,
la amazonia peruana tiene pocos hombres que la canten.
Déjenme la libertad de decirle cuánto puede un hombre amarla.
Por cada gota de amor que la madre selva me ha dado
habría que devolverle un río.
Por cada sonrisa de mujer apasionada
no me alcanza el tigre que llevamos.
Si ella me dio el crepúsculo y la rosa
si calmó mi solitaria sed y le puso todos los colores a mis ojos
al menos permítanme mostrarla
para que todas las almas del planeta
(aún las primitivas, las agnósticas y descreídas)
vengan al Perú a arrodillarse ante ella
y sepan que el único Dios que existe tiene forma de diosa
amazónica.
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