Una silueta de mujer dormida descansa sobre los cerros verdes. A sus pies discurre el río Huallaga, poderoso señor de Huanuco, que ingresa a la Amazonía como una arteria gigante. Tingo María tiene forma y aroma de mujer. Quizá por eso, sus cataratas se llaman “Ninfas” y “Carmen”. Sin embargo, esta provincia posee un apellido viril y militar: Leoncio Prado. Y, como en la vecina ciudad de Huanuco, en Tingo María también se alza la estatua del joven héroe de Huamachuco, que suda bronce bajo el sol generoso de la selva peruana.
La ciudad huele a pomarrosa, el árbol del Perú de delicados frutos rojizos, y también a hoja de coca, que hasta se puede disfrutar en caramelos tingaleses. La coca del Huallaga es santa y es purísima, con el verdor intenso que sólo puede brotar de los pinceles de Dios. Pero son los hombres los que, siguiendo el sacrílego dictado de otros hombres, le atribuyen oscuras leyendas a tan sagrada planta. Perseguida y marginada, la hojita de Tingo María aflora allí, invicta y vital, en la esquina del mercado y a un dólar la bolsita, impregnando la memoria del viajero con su majestuoso perfume peruano.
Porque Tingo María está hecha para la memoria. Los sentidos se abren en plena alameda Perú, por la cooperativa Naranjillo o por la calle Raymondi – otros llegan, presurosos, hasta su burdelesco cerrito- mientras, frente a la iglesia, un busto del Padre Abad nos recuerda cómo irrumpió la cruz católica en tan encantador bosque, otrora pagano. He recorrido con felicidad los rincones de Tingo María, sus colores y serpientes en Castillo Grande, sus casitas y su escuelita en Alberto Páez, su Tambillo, sus cuevas, el rojo de sus enormes “bastones del emperador”, flor tan señorial, mientras de la tacachería emanaban sabrosos aromas de aves y cecinas. Sí, amigos. Café con aroma de mujer, manís y carambolas, río y sirena, hipertensión y amor, eso es Tingo María, una de las ciudades amazónicas que están dibujadas en mitad del camino que une al hombre con su propio nirvana.